ROTHKO, Mark
El abstraccionismo y el expresionismo de comienzos del siglo XX son los precedentes de lo que luego sería el expresionismo abstracto, el primer movimiento estadounidense. Después del declive de Europa producido por las guerras mundiales, Estados Unidos logró un lugar protagonista en muchos sentidos, incluyendo al arte, convirtiéndose Nueva York en la nueva capital del mundo del arte y desplazando a París de esa categoría.
Es precisamente
en Nueva York donde nació a mediados del siglo XX –entre los años 1943
y 1965 aproximadamente− el
expresionismo abstracto, un movimiento que buscaba ante todo «expresar las más básicas emociones universales» (Calvo
Santos, 2015)
y que lo hizo igualmente a partir de los elementos más primarios de la
pintura: el color. Recordando un poco al neoplasticismo de Paul Mondrian, los
expresionistas abstractos recurrieron a lo mínimo, lo esencial y la rendición
absoluta del medio, en este caso, la pintura pura. A partir de los horrores que
trajo la Segunda Guerra Mundial, los artistas tenían la necesidad de refugiarse
en el interior, por lo que voltearon la mirada hacia el Lejano Oriente y bebieron de ellos la doctrina zen.

De ese contexto surgió un estilo llamado color field –que se traduce como «campo de color»− en el que predominaba las áreas planas de color, anulando casi por completo las formas. En este lenguaje se desarrolló la obra de Mark Rothko (Letonia, 1903 – Estados Unidos, 1970) con la cual ha sido reconocido a nivel mundial.
Rothko emigró a Norteamérica siendo muy joven, y aunque fue un artista principalmente autodidacta, desde allí comenzó a interesarse por el surrealismo y luego por el expresionismo, que luego a su manera se verterían en su expresionismo abstracto −aunque el artista no se situara en dicho movimiento−; del surrealismo retomó el impulso espontáneo y la búsqueda de una conciencia más elevada, del expresionismo extrajo los sentimientos y la individualidad.
Como lo dijo Kandisky, el arte abstracto tiene una fuerte conexión con la espiritualidad, y la obra de Rothko es quizá una de las más representativas de este principio, que sin lugar a dudas se consolidó de manera excepcional en la capilla que lleva su nombre. La pintura de Rothko es un llamado a la contemplación y la sensibilidad, es una plasticidad del misticismo y un refugio para ir hacia adentro a través del color y sin límites definidos.
Las de Rothko son ante todo pinturas verticales con líneas horizontales que dividen el lienzo en dos, tres o más campos de colores, que al comienzo eran vívidos y de muy variados tonos, pero que al final de su vida se fueron oscureciendo y volviendo monocromáticos, anunciando con ellos su depresivo estado de ánimo y la despedida al mundo y al arte.